A CIEGAS
María era una
mujer madura muy atractiva, con unos penetrantes ojos negros y una figura llena
de curvas perfectamente proporcionadas.
Todas las
mañanas, sobre las 11 bajaba a tomarse un café al bar de al lado de su trabajo.
Iba sola, porque era la única en su oficina que no fumaba, así que se cogía la
media hora de descanso que tenía entera, en lugar de repartirla para fumar.
Ese era un día
caluroso de junio y María llevaba un vestido verde que le favorecía
especialmente. Cuando fue a la barra a pagar su café el camarero le dijo que
estaba pagado y además le habían dejado un sobre con una nota.
En el sobre
había un nombre, Guillermo, y un teléfono.
María le
preguntó al camarero si conocía al hombre que había dejado el sobre, este solo
alcanzó a decirle que había ido durante toda esa semana, estábamos a viernes, y
no pudo resaltarle nada de su físico, unos 50, alto y normal.- Bueno - pensó
María- al menos no le llamó la atención por feo.
María estuvo
todo lo que le quedó de mañana pensando en ese número de teléfono. Desde que se
había divorciado no había tenido más que relaciones aburridas. Cuando llegó a
casa y mientras saboreaba una cerveza bien fría, llamó a Guillermo.
La voz que le
respondió por teléfono le cautivó, profunda, segura. Ella le dijo que era
María, la mujer del bar y de ahí la conversación fluyó con tal naturalidad que
parecía que se conocían de siempre. Hablaron durante toda la semana, de cosas
con las que ella nunca se había sentido cómoda hablando con nadie, de sus
fantasías más ocultas.
Cuando llegó
el siguiente viernes Guillermo le hizo una propuesta, tener una cita a ciegas,
literalmente. Él jugaba con ventaja, ya la había visto, y, obviamente le
gustaba. Pero ella no tenía ni idea de como era él. Además la situación le parecía arriesgada,
siempre podía ser un psicópata. Así que él le dio todo tipo de datos sobre él
para que se sintiese segura.
El sábado
llegó la hora, María se puso un vestido negro corto que le quedaba de muerte,
con unas medias de verano que realzaban aún más sus piernas y unos tacones
llenos de pinchos increíblemente sexis.
No llevaba braga para que no se le marcase debajo del vestido, pero llevaba un
sujetador que le hacían aún más voluptuosos sus pechos.
Las
instrucciones eran claras, debía coger un taxi hasta casa de Guillermo, cuando
estuviese en él, debía llamarle para que ella se sintiese más cómoda, y cuando
llegase a la puerta de su piso tenía que ponerse el antifaz que había en la
puerta.
Cuando María
se subió al taxi llamó a Guillermo, su cálida voz ya hizo que su coño se
humedeciese, entonces él empezó a hacerle preguntas comprometedoras: ¿Cómo era
su ropa interior? ¿Si estaba excitada? ¿Cómo iba vestida? Y claro, ella iba
contestando, al principio con pudor, pero según pasaba el tiempo, se sentía más
desinhibida, y el hecho de que el taxista la escuchase, hacía que cada vez se
sintiese más excitada.
Cuando llegó
al portal, notó como le temblaban ligeramente las piernas. ¿Estaba loca? ¡Se
iba a meter en casa de un desconocido con los ojos vendados!
Pero cuando
llegó al piso, todos sus miedos se desvanecieron, se puso el antifaz y timbró.
Su corazón iba a salírsele del pecho.
Guillermo
abrió la puerta, le tomó la mano, grande y fuerte, luego se enteró que era
pelotari. La guió por lo que supuso era el pasillo hasta el dormitorio y allí
la besó con pasión y dureza, le dijo que se estuviese quieta y empezó a
desnudarla, cuando vio que no llevaba bragas exclamó ¡Guau! Y ella casi pudo
estar segura de que sonrió. Empezó a
acariciar y besar sus pechos y de repente le mordió un pezón y después el otro, la dirigió hasta la cama y empezó a
besarla, acariciarla con dureza a veces y con ternura otras, ella se moría de
excitación, y de ganas por verle. Notaba que él seguía vestido mientras jugaba
con ella.
Bruscamente,
la puso boca abajo en la cama, María intuía que era un hombre fuerte. Ya que la
manejaba como si fuese una muñeca. Se acercó a su oreja, y después de darle un
mordisquito que sintió directamente en su coño que era ya más líquido que
sólido, le susurró: -“Si algo no te gusta solo tienes que pedirme que pare”-
Sinceramente. Llegado ese momento María dudaba mucho que fuese capaz de
procesar cerebralmente la capacidad de hablar, su sexo había tomado el control,
y hasta lo que ella sabía, los labios vaginales, a pesar de llamarse labios, no
hablaban.
Cuando
estaba aún perdida en sus divagaciones, Guillermo empezó a azotarla, con la
fuerza suficiente para que su culo escociese y probablemente tomase un color
rojo intenso, pero con la calidez justa para que no se asustase o temiese. Cada
golpe que recibía hacía que su excitación se multiplicase, se moría porque la
follase fuerte y duro (¡Un momento! Su cerebro la avisó, ¿Tú estás deseando que
te follen fuerte y duro?, pero claro, fue su coño el que volvió a tomar el
control y le hizo callar).
De
repente, los azotes pararon, y Guillermo la colocó a cuatro patas, como si
fuese una perra, una perra jadeante, sudada y en celo. Le dijo con una voz
autoritaria: - No te muevas.- Y ella pudo intuir que él se estaba desnudando.
De repente puso una especie de bolsita en su boca y le explicó que era un
condón, que no se preocupase, él siempre tomaba precauciones. María sintió
alivio porque estaba tan excitada en ese momento que agradecía que al menos él
tuviese la cabeza trabajando.
La
cogió por sus generosas y perfectas caderas y empezó a embestirla de tal forma
que pensó que iban a romper la cama, en
cada embestida ella estaba más y más excitada, hasta que estalló en un alarido
de placer húmedo, que empapó la cama, acababa de tener un squirt, pensaba que
eso solo se podía tener de joven, ya que hacía años que no tenía uno. Guillermo
alcanzó su clímax también, la recostó sobre la cama y ahí ella notó lo mojada
que la había dejado, pero no se movió ni un milímetro de donde la había dejado.
María
intuyó que Guillermo se estaba quitando el condón, notó como la cama cedía a su
lado, las manos enormes de Guillermo se acercaron a su cara, la besó dulcemente
y le quitó el antifaz.
Cuando
los ojos de María se acostumbraron a la luz vieron la sonrisa más perfecta que
se podían imaginar. (¡Gracias Dios mío, es guapísimo!). Él se volvió a acercar
a su oreja, y después de volver a darle un mordisquito, que por supuesto fue
directo a su coño de nuevo, le dijo: - La próxima vez te correrás cuando yo te dé
permiso - La volvió a besar y a sonreírle y ella no pudo pensar en otra cosa
que no fuese en esa próxima vez.